El
espíritu de familia es una forma de ser que nos sana como personas y nos
transforma. Nos hace confiar en el otro, aceptar los propio límites y sacar a
la luz lo mejor que Dios nos ha dado. Cuando no hay nada que aparentar, sólo
queda disfrutar del encuentro con el otro. De este espíritu, nacen los detalles
con los demás, que nos caracterizan. Como Marcelino, cultivamos entre nosotros las
pequeñas virtudes: perdonar las ofensas diarias, comprender las razones del
otro y ponerse en su lugar, estar alegres, prever las necesidades de los demás
y ser solícitos en el servicio con sencillez, ser pacientes y afables, saber
dejar paso a los otros cuando les toca actuar...De esta manera se nutre la vida
diaria y se va ganando en profundidad.
(Documento En torno a la misma
mesa, Nº69,70)