Un día lo llamaron para confesar a un niño enfermo y, según su costumbre, se puso inmediatamente
en camino. Antes de confesar al muchacho, le hizo algunas preguntas para saber si tenía las disposiciones necesarias
para recibir los sacramentos.
¡Cuál fue su sorpresa al comprobar
que ignoraba los principales misterios y que ni siquiera tenía noción de la existencia de Dios! Profundamente apenado al encontrar a un niño de doce años
que no conocía a Dios y asustado al verlo morir en esta situación, se sentó a su lado para
enseñarle las verdades y los misterios fundamentales de la salvación. Dos horas empleó en instruirlo y sólo con gran esfuerzo consiguió enseñarle lo indispensable, pues el niño estaba tan enfermo que apenas comprendió lo que le estaba diciendo.
Después de confesarlo, lo
dejó para atender a otro enfermo que se hallaba en la casa vecina. Al salir, quiso
saber cómo se encontraba el muchacho. "Falleció poco después de dejarlo usted." -dijeron sus padres sollozando-. Un sentimiento de alegría por haber llegado
tan oportunamente se mezcló en su alma con otro de temor al comprobar el peligro
que había corrido el pobre chico.
Regresó pensando y repitiendo en su interior:
" ¡Cuántos niños se encontrarán a diario
en la misma situación y correrán los mismos riesgos por no tener a nadie que les enseñe las verdades
de la fe!" Y la idea de fundar una Sociedad de hermanos, dedicados a impedir este peligro por medio de la educación cristiana, se hizo en él tan
obsesiva que fue a buscar a Juan
María Granjon y le expuso sus planes.